EMEN EUZKADI IRRATIA EUZKO ERRESTENZIKO GUDARIEN DEYA 

Hacía calor en el estado Zulia. No más que otros días, igual que siempre, J. J. Azurza lo resentía. Su pálida te?, y sus ojos azules parecían ceder fácilmente a la apretura del clima tropical y al sol tórrido de Maracaibo. Por otra parte, andaba acelerado. Iban a traer elementos nuevos (torres, emisoras, etc.) para modernizar la radio de la Compañía Petrolera para la cual trabajaba, la Shell. Las viejas torres emisoras, levantadas sobre la tierra roja y caliente del Zulia, calificadas por los técnicos como de la guerra de Crimea, pensaban enviarlas a una chivera, como se denomina en Venezuela a las chatarrerías. J. J. fue a revisar el vetusto aparato al que tantas veces manipuló en sus funciones de trabajo, pero con una nueva visión, mucho más crítica. La emisora necesitaba urgentes retoques, pero él sabía cómo hacerla funcionar. Sus expertos dedos, finos y delicados como los de un pianista, se movieron por el cuerpo de hierro de la maquinaria. 

El viejo armazón vibró. Fue entonces, así lo contaba, cuando la Idea se apoderó de él, Había encontrado lo que necesitaban los vascos para comunicarse a través de los muros de la dictadura.

Llegó a la reunión de la Mesa Cuadrada de los lunes, sin aliento, tras haber conducido las más de diez horas que separaban Maracaibo de Caracas. Le ofrecieron, en bromas, agua, hielo y whisky, o una cervecita Polar, bien fría. Lo rechazó todo con gesto impaciente, pues tenía prisa en detallar su plan. Intza, a quien le había adelantado el asunto, miraba con ojos ahuevados y semi cerrados a cada uno de lo.s compañeros de la Mesa Cuadrada. Como los conocía bien, sabía que nadie iba a rechazar la oferta de J. J., como así fue.
Lo.s iba ganando sin demasiado esfuerzo. Cuando detalló la cantidad de dinero necesaria para la compra de la maquinaria y su traslado, unos seis mil bolívares, nadie pestañeó. Era una rebaja considerable a los tanteos que se habían realizado con anterioridad, a instancias de Rezóla, y del Gobierno Vasco. Según informes del propio J. J. y de Iñaki Elguezabal, y apartando las consideraciones técnicas para una audición que debía cubrir ocho mil kilómetros. Sin ir más lejos, el costo de un transmisor (que habría que comprar en Estados Unidos y transportarlo a Venezuela) podría alcanzar los 15.000 dólares, según su sofisticacíón. El bolívar, por entonces, se cotizaba a cuatro por dólar (en pesetas a unas 60), así que la cifra resultaba alarmante y además, en semejante traslado, podía fácilmente detectarse el secreto de la empresa. Ahora tenían casi en la mano un aparato de 5 kw, con dos transmisores completos de la misma potencia, que le permitía funcionar al tiempo en dos frecuencias diferentes. El coste de este aparato, nuevo, podía ser de unos 50.000 dólares, aseguró finalmente J. J.
—Y estamos hablando de una zoquetuda... ¡seis mil bolívares! —reafirmó mientras limpiaba el cristal de sus lentes y sonreía satisfecho.

Todos estaban absolutamente desbordados por la emoción. El sueño podía hacerse realidad, tras largos años de debate, iniciativas truncadas, informes sesudos pero que paralizaban el proyecto por su excesivo coste en maquinaria y personal. Cuando llegó el consabido momento de reflexión, mientras J. J., ya callado, se dedicaba a beber su cervecita fría, se hizo un silencio profundo. Intza dejó pasar unos minutos y finalmente, con voz recia, preguntó con un modismo venezolano que había asumido como propio:
—¿Le echamos pichón?
—Le echamos pichón —fue la contestación unánime.

Nadie iba a poner un pero al proyecto. Y menos con Jokin, el Gordo, como ya le denominaban familiar y cariñosamente, aprobando la acción. Su siguiente paso fue llamar a Ramón Otxondo, que vivía en El Tigre, localidad del interior de Venezuela, y que mantenía una situación económica ventajosa, para pedir la financiación inmediata, cosa que logró sin problemas. A más, la oferta generosa del patriota Otxondo se ensanchó hasta ofrecer pagar sueldo de una persona para el cuidado cíe la emisora por seis meses. Nadie creía que podría durar más. También Otxondo se ofreció a buscar un terreno idóneo por los alrededores. *

Cuando he hablado o entrevistado, mucho después, a los componentes de EGI sobre aquel momento, en ninguno de ellos palpé otra cosa que una decidida movilización hacia la empresa. Pello aseguraba que a él le pareció natural el paso a seguir. Todo estaba preparado para Radio Euzkadi/Kuzkadi Irratia. El modo de obtener fondos económicos, la información bibliográfica, la cohesión del equipo. Los inconvenientes no se sopesaron en ningún momento de esa euforia inicial, y en verdad eran considerables.

En primer lugar Radio Euzkadi/Euzkadi Irratia debía ser clandestina tanto para los vascos como para los venezolanos, pero había que llegar a ciertos políticos importantes, para que hicieran la vista gorda. Eso, en cierto modo, ya lo llevaban algo adelantado Xabier Leizaola, Alberto Elosegi e Iñaki Zubizarreta, cuyos conocimientos del medio político venezolano y su intrusión en la política era más profunda. Tenían, desde las primeras conversaciones, la tarea de mover ciertas fichas para que no se paralizara cualquier acción emprendida. Rezóla, entre tanto, incansable en su afán, se movía en Europa, en el medio de la Democracia Cristiana, para el logro de los fines. Pero no obtuvo la respuesta requerida.

Se insistía, pese a tantas diligencias, en el secreto de la empresa. Era importante. Como se sabía del espionaje de Ja Embajada española, la petición de partidas monetarias debía disfrazarse, aun en los ámbitos del Centro. No se iba a poner confianza en nadie porque no es que se desconfiara, sino que se temía que al
—Radio Euzkadi/Euzkadi Irratia va a ser escuchada en Euskadi pero nunca, nunca, (o será en Caracas —afirmaba rotundo J. J., que se encargó de que así fuera, no solo por la elección del sitio, sino además por un medio muy simple en la técnica de telecomunicaciones, que desviaba las ondas libertarias del valle de Caracas.

Llegar a La Virginia no era fácil entonces, no lo es hoy día. Para 1964 la ciudad de Caracas se había extendido por todo el angosto y largo valle, comiéndose en su crecimiento vertiginoso los viejos pueblos de Chacaíto, Chacao, Campo Alegre, Los Chorros, levantadas las urbanizaciones de Altamira, La Castellana, La Floresta, Los Palos Grandes, Las Mercedes, El Rosal, y Sebucán, devorando el cemento la jugosa y verde hierba sabanera. Pero el pueblo de Petare continuaba estando lejano, y por Petare se pasaba, siguiendo después (se dejaba atrás el Ávila, la gran montaña de Caracas, y se adentraba en el Estado Miranda en dirección sur) por una carretera estrecha, tortuosa, montañosa. Se seguía las fuentes del río Guaire, el río de Caracas, el cual cruzaba la carretera varias veces, y en la época de lluvias se desbordaba impidiendo el tránsito. Había abundantes controles de la Guardia Nacional, pues había guerrilla.

El dueño de La Virginia accedió al proyecto, suplicando silencio para su nombre y cobrando un alquiler mensual simbólico de ochocientos bolívares. Además conectó al grupo KG1 con un abanico más amplio de autoridades venezolanas, que no opusieron resistencia a la implantación de cuatro torres para la radio clandestina de los vascos. Hay que añadir que la CTA, a través de la Embajada Americana, dio aviso a las autoridades venezolanas de la instalación de una radio en Santa Lucía.

Más que el asunto político de la radio, que les era enojoso, al parecer les molestaba que las ondas vascas interferían las comunicaciones de índole comercial entre Gran Bretaña y Estados Unidos, caso muy grave, y un grupo de sus técnicos pudo detectar la emisora en las cercanías de Caracas. Dado este conocimiento, era más que probable que llegara a la Embajada de España, como llegó, y que consecuente con sus continuas reclamaciones, delatara el desafuero, pero nada consiguieron unos y otros. A los americanos se les calló afirmando que no era comunista y desviando las ondas, para no interferirles el negocio. A los españoles, con la frialdad de unas relaciones diplomáticas tensas, se les aplicó el silencio administrativo. Aunque Manuel Fraga, por entonces Ministro del Interior, era un demandante obsesivo.

Se dijo que hasta el mismo Franco despotricaba contra la radio clandestina que hablaba con verdad de su régimen odioso. Exigía a su policía y a su embajada venezolana que, de una vez por todas, quitaran ese estorbo del medio. Había respirado tranquilo el día de la muerte del Lehendakari Agirre, en 1960. Creía, con esa estólida mente militar y poco cultivada que era la suya, que la cuestión vasca acababa aquel día. Para su sorpresa, renacía en una generación criada a ocho mil kilómetros del país de los vascos.

Estas dificultades fueron vencidas, gracias a la intervención decidida del ministro de Relaciones Exteriores venezolano, Gonsalvi. De él sí sabemos el nombre porque incluso llegó a personarse alguna vez en las reuniones de la Mesa Cuadrada. Apoyó a los vascos en su empresa, incondicionalmente. Hasta les llegó a ofrecer otro terreno y unas condiciones más favorables sí arremetían contra Fidel Castro, ya despejado de su talante libertario de la Sierra Maestra y que mostrando la faz de su dictadura atroz impulsaba la guerrilla que se mantenía en el interior del país y en la propia Caracas.

—Ser un declarado anticomunista procura ventajas —aconsejó en tono sereno.
Pero el Grupo EGI, que no era comunista, era esencialmente vasco. Y nada y menos el dinero, podía ingerir en la pura naturaleza de ese sentimiento. Rechazaron la jugosa oferta al asombrado Gonsalvi.
Mudarse, añadieron, para suavizar la negativa, arrastrando tras sí a Pedro y Pablo, nombres que se dieron a las torres emisoras, ya enclavadas en La Virginia, era comenzar de nuevo, y eso iba a dar más trabajo del que podían soportar; así, entre conversaciones, reuniones, comentarios, fueron toreando el asunto. A ese proceso le llamaron Operación Gallego.

Por un tiempo, el que duró la concertación, dejaron de emitir para apaciguar los ánimos de unos y otros. Fue el precio que tuvieron que pagar. También fue vencido el miedo que tenían a su rival, Radio España Independiente, la voz de la resistencia comunista. Radio Euzkadi/Euzkadi Irratía resultó más fiable en su información y responsabilidad dial.

Como se dieron cuenta de que La Virginia necesitaba su guardián y encargado de emitir los Talos, se escogió a Isaka Atutxa, soltero, de Galdakao, un gudari, por entonces sin trabajo, y que aceptó el arriesgado trabajo de custodiar una emisora clandestina en medio de la selva venezolana.

—Euzkadik behar ñau. Euskadi me necesita —comentó simplemente, al aceptar la encomienda.
La tarde en Venezuela cae a las 6. Caracas tenía por entonces un tráfico denso e impredecible. Se estaban realizando las autopistas vértebras que recorrían la ciudad de oeste a este, pero nunca fueron ni parece que lo serán, suficientes. Pese al tráfico, que mantenía los coches (carros como se denominan en Venezuela) parados horas sobre la ardiente vía de asfalto, y las dificultades que suponía atender a sus vidas privadas y compromisos laborales, los jóvenes del grupo EGI decidieron que trabajarían los sábados y domingos de sol a sol en las tareas de la instalación del equipo en los linderos de la laguna de La Virginia.
—Bien duro, a pico y pala, compadre —afirmaban entre risas.

Durante meses las manos de aquellos hombres dedicados a oficios de administración y oficina, estuvieron tan curtidas como las de un obrero de la construcción. Añadiría que esos hombres despidieron también no el olor rancio del sudor que procura el trabajo físico, sino que transpiraban de sí algo de ese suave aroma de los araguaneys, los esbeltos chaguaramos, los espinudos habillos, ceibas con sus semillas aceitosas envueltas en una lana blanca, de algún caobo asilvestrado, y un mango generoso en sus frutos deliciosos, que una vez cobijaron las esbeltas cañas de azúcar de la hacienda, esa humedad del fango de la laguna mansa, ese perfume de la flora tropical. Y que sus voces, cuando llegaban de La Virginia tenían en algo, la dulce sonoridad del cantar del turpial.

Había prisa. Rezóla, entusiasmado por la idea, apuraba las decisiones pues se sabía que ETA pensaba instalar otra emisora en Argelia. Eso hacía que el grupo se dedicara al trabajo con frenesí. Eueron finalmente ayudados por una cuadrilla de obreros; tal cosa fue asumida y con pesar como absolutamente necesaria. Se levantaron pues las cuatro torres, se embutió la emisora (dos transmisores, llamados Pedro y Pablo) en una choza, a resguardo de las tormentas y del sol tropical, y tuvieron que abrir caminos en la maleza, para instalar las antenas.

Se fabricó una txabola. La amoblaron con dos camas, una mesa y armario, y sillas para jugar las previsibles partidas de dominó y mus, e instalaron una nevera capaz para las cervezas a consumir. En todos latía la conciencia de que la soledad sería demasiado profunda para Atutxa, y el compromiso tácito era compartir algunas noches con él y se elaboró un calendario de responsabilidades que se cumplió escrupulosamente. Durante algún tiempo, al observar que la incom tínicación gravaba demasiado en el ánimo de Atutxa, le destinaron como compañero al navarro José Elizalde. Otras veces acompañaba a Pello Irujo su cuñado, Ringen Amezaga, médico, y así Isaka era revisado profesionalmente, hablaba de sus dolencias, cosa que siempre conforta el alma, y tomaba las medicinas correspondientes. Atutxa, a finales de 1966, tuvo un grave accidente de coche, y fue internado en una clínica. 

Durante su ausencia, los miembros del grupo se repartieron las tareas que, al ser diarias, ponían en peligro los trabajos personales. Así que durante la convalecencia de Atutxa, decidieron ofrecerle el puesto ajóse Eli/alde, y posteriormente se fueron turnando Juan Ortiz, Jotxu Castañero, Julián Atxurra. Años más tarde, tras una visita inesperada de miembros de ETA, se decidió contratar un guardia jurado venezolano.

Nadie dejó de cumplir con su calendario previsto para acudir sábados y domingos a La Virginia. El que llevaba los Talos, como se denominó a los casetes grabados, solía siempre, por más prisa que hubiera, echarse unos «palitos» y jugar una partidita al mus con Atutxa. Corriendo el tiempo, el hombre se aficionó al pueblo de Santa Lucía, y solía estarse ahí algunas tardes. Nadie preguntaba qué hacía por aquellos predios un «musiú», según el argot venezolano, tan rico como singular, es decir un extranjero, de ojos claros, complexión robusta y hablar intrincado... qué clase de Irabajo realizaba en La Virginia. Él hablaba vagamente de unas perforaciones a la orilla de la laguna.—Igual encontramos petróleo por ahí, compadre, y nos hacemos todos ricos —explicaba en la bodega del pueblo, antes de iniciar su recorrido por los dos bares de Santa Lucía. Nadie le demostró jamás desconfianza. Sabían todos lo locos que eran los extranjeros, sobre todo los europeos, con ese asunto de hacer «las Américas».

Ni Atutxa ni ninguno de los pobladores de Santa Lucía había escuchado hablar de El Dorado de los conquistadores. De esa ciudad al borde de una laguna donde se sumergía un cacique cubierto de oro y cuyo fondo no era de algas y carecía de peces, porque estaba cubierto de una inmensa pátina del precioso metal dorado. La que describe enfebrecido el aventurero ingles Walter Raleigh, en sus vanos intentos de llegar a la Manaos prodigiosa, con su lago Cassipa, antecedente en el paso del encuentro con Manoa. Como un río que en vez de gotas de agua las tiene de oro que se observan en sus bancos, cuando el verano caliente seca las fuentes de agua. En cierto modo, La Virginia era El Dorado para los jóvenes del grupo EGT.

La cabeza de la operación radial, tras varios domicilios precarios, se instaló definitivamente en el apartamento del edificio La Sierra, llamado así por su curiosa arquitectura, parecida a una sierra. Era un apartamento amplio y ventilado en el que se acolchó un dormitorio para lograr grabaciones perfectas. Las demás dependencias estaban atiborradas de paquetes de propaganda, cajas con llaveros, estuches con las monedas de oro. Como si se tratara de los baúles de un barco pirata tras la algarada filibustera de Maracaibo. Esto me sorprende ahora, cuando recuerdo las cosas... la cantidad de monedas de oro y plata allí dispuestas. Era tal la rectitud de cada uno y la confianza del grupo, que nadie presumió un robo. Y es que no lo hubo.


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